LAS HISTORIAS DE ESPERANZA

por RUTH BEHAR

PRÓLOGO

Víbora que habla

–Cuando ya Padre Eterno corrió del paraíso a Eva y a Adán, se cubrieron con lo que encontraban en el campo, y alli hicieron sus chozitas en el campo. Y ya tuvieron muchos hijos, y que ellos les daba vergüenza ya que tenían muchos hijos y que no hallaban con que cubrirlos. Alcanzaban a cubrir unos y los otros todavía desnudos.

Que llegó Padre Eterno. "¿Onde están, hijos?"

"No, aquí estamos." – "¿Como le hacemos, tenemos tantos hijos? Ve a encerrar esos,"– para que no los viera, los que no estaban cubiertas. Ya los encerraron para que no hicieran ruido.

Ya vino Padre Eterno. "¿Cómo están, bien?"

"Sí."

"Y aquí, ¿qué hijos tiene aquí?"

Pues no hallaban cómo contestar.

"¿Qué tienen alli encerrados?"

"Tenemos unos puerquitos alli encerrados."

"Ah, son puerquitos, puerquitos se han de llamar para toda su vida." Los estuvo mirando y todo, y ya se fue.

"Ya vamos a echarlos pa fuera, al cabo ya se fue."

Y que van abriendo aquello y que los van mirando con chicas orejas, todos pachones, ya con cuatro patas. Ya no eran los hijos así, con la trompa más grande, ya cubridos de pelo. "Puerquitos serán para todos sus días." Y dicen que así se hicieron los cochinos. Por eso dicen que los cochinos son hermanos de nosotros.

Sí hablaban los animales. Yo me han platicado, que los perros, los burros también, que hablaban. Porque mire, cuando el serpiente iba a picar a la santísima Virgen, habló. Lo vimos en una película de cuando Eva y Adán. Que la santísima Virgen se paró arriba de una peña y que debajo de la peña estaba la víbora enroscada. La víbora que le dijo, "no me machuques que te muerdo." Entonces que la santísima Virgen volteó y la vio. Que la santísima Virgen le dijo, "Muérdame, pero si me muerdes arrastrada serás por toda tu vida." Y que la víbora de coraje, se quiso parar y no pudo y se hizo arrastrada. ¿No se la sabía, comadre? No, comadre, sí se lo sabe. ¿No saben por allá?

Dicen que esas víboras, uno tiene que sacarlas las tenazas, como son de la cosa mala. El cuerpo se pudre, o se hace uno nada, pero el espíritu de uno que va a luchar, según sus obras que hace uno aquí en esta vida. Entonces dicen que si en esto mundo mata uno a las víboras y no le saca uno la tenaza, allá a la cosa mala lo van a entregar a uno. El alma, lo entregan – el alma, que es el espíritu de uno. Entonces alli se aprovechan ellas de uno, que le dicen, "tu en la otra vida me matastes, te aprovechastes de mi."

¿Como ve, comadre? Cada víbora que mato, víbora le saco la tenaza. Porque si no, en el otro mundo me echan que yo las mataban.


Esperanza Hernández me contó esta historia en español. Ella es una mujer mexicana con cerca de 60 años de edad, y vive en un pueblo polvoriento situado en el camino a San Luis Potosí, unos 800 kilometros al sur de la frontera entre México y los Estados Unidos. Era entonces octubre de 1989, el último mes de mi estancia en Mexquitic, después de años de frecuentes visitas que comenzaron en el invierno de 1982, y yo estaba por regresar a Michigan, a mi escritorio, a mi computadora, adonde llevaba otra caja llena de grabaciones de mis conversaciones con Esperanza. Antes de conocerla, todo lo que sabía de ella era lo que había escuchado decir a otras mujeres del pueblo: para ellas Esperanza había embrujado a su esposo, quien, después de darle una vida llena de maltratos, finalmente la había abandonado por otra mujer. Esperanza lo había maldecido, de acuerdo con uno de estos relatos, con las palabras "que nunca vuelvas a ver a otra." A resultas del hechizo Esperanza había logrado que su marido abandonara la casa, no sin antes empezar a padecer ceguera. Nadie supo a ciencia cierta cómo lo había logrado, pero más de uno en el pueblo sospechaba de ella y la calificaba de bruja, alguien que había hecho un maleficio a su marido, o que por lo menos había encargado "el trabajito" a "uno que sabe" en San Luis. Anteriormente ella había expresado publicamente el coraje que le tenía a su esposo, y los rumores de sus poderes como hechicera parecieron corroborar la creencia tradicional según la cual no hay nada que una mujer herida en su orgullo no sea capaz de llevar a cabo. Yo tambíen aprendí, por lo que decían de ella en el pueblo, que Esperanza era una mujer combativa y de fuerte temperamento, que no se quedaba callada nunca, y que la gente procuraba no tener conflictos con ella en lo posible. Para otra vecina, Esperanza era una madre cruel, a tal grado que no había tenido reparos en correr de la casa a su hijo mayor. Siendo madre soltera y vendedora callejera, Esperanza tenía una de las posiciones más bajas dentro de la escala social, y sin embargo se negaba a comportarse como una mujer de su rango: no estaba intimidada, ni mucho menos abatida.

Al escuchar los rumores sobre su persona, yo estaba fascinada por la manera en que estos evocaban las situaciones que yo había empezado a detectar en los archivos coloniales de la Inquisición en Mexico. Aunque para los historiadores tales casos no rebasaban el ambito de la trivialidad, fue inevitable que me vinieran a la mente los juicios contra mujeres de todos los estratos sociales, quienes por coacción y a veces en medio de lagrimas, confesaban a la Inquisición haber recurrido a hechizos y maleficios con la esperanza de domesticar al conyuge violento o corregir al companero infiel. Mientras estas mujeres coloniales buscaban desesperadamente un remedio contra la abusiva preponderancia masculina, la concepción cultural de los poderes místicos vigente en la epoca las volvía fragiles y vulnerables a los cargos de hechicería, en ocasiones presentados por el mismo hombre que las había lastimado o humillado. Incluso descubrí una acusación hecha en 1740 por un hombre que vivía en una hacienda cercana a la ciudad de Mexico; en su queja el hombre alegaba que una mujer a quien había abandonado le había provocado ceguera con base en el uso de ciertos conjuros y magia. Para perpetrar el mal, la mujer había contado con la complicidad de su madre india. El acusador estaba seguro de que su ex-compañera era la responsable porque antes de perder la vista ella le había tocado los ojos pronunciando estas frases: ¿Todavía puedes ver, ciego? Pronto no podrás...

En el contexto de las historias inquisitoriales, escuchar estos relatos sobre una mujer que vive en el tiempo actual me hizo sentir como si la historia hubiese vuelto a la vida. A diferencia de las protagonistas de los expedientes coloniales, yo podía seguir a Esperanza a su casa, hablar con ella, encararla a ella. No era una mujer cuya existencia se tiene que conjuntar con fragmentos de registros en tribunales. Excitada, la antropóloga que llevaba escondida dentro de la piel de historiadora dio un paso al frente con firmeza a miro a los ojos de Esperanza, la mujer viva, haciendo frente al desafio de su presencia, aquí... ahora...

Así es como diría la historia en la que yo misma juego el papel de antropóloga-heroína. Pero no, eso no fue lo que paso. Yo continué la travesía cómoda y segura que me brindaban los archivos por un buen tiempo. Un creciente malestar surgido de los estrechos vínculos que hay entre el investigador de campo y el inquisidor en tanto extractores de confesiones fue en parte lo que me detuvo.

En mi caso, tal malestar se agravaba al percatarme de las tremendas diferencias de raza y clase social existentes en el Mexico rural, y tambíen por la manera en que la gente me encasillaba en el papel de "gringa rica" que venía de los Estados Unidos. Además, los rumores sobre Esperanza no sólo me habían fascinado, sino tambíen me habían afectado al punto de intimidarme y hacerme sentir incapaz de buscar un acercamiento.

Lo cierto es que pase un año entero en Mezquitic antes de conocerla personalmente, y me tomo otro año más empezar apenas a tratarla. No fue sino hasta el tercer año cuando tuvimos una relación más firme y nos convertimos en comadres.

Fue un 2 de noviembre, Día de los Muertos de 1983, cuando me encontré cara a cara con Esperanza en el cementerio del pueblo, mientras yo estaba ocupada tomando fotos. Yo seguí disparando tomas en las que la gente generosamente decoraba las tumbas con esas flores amarillas y anaranjadas llamadas cempazuchiles. Se supone que los difuntos aun pueden apreciar los aromas de la tierra. Entre foto y foto descubrí en mi lente a Esperanza; aquello era algo conmovedor, porque ella abría un frondoso ramo de alcatraces y me parecía una de las épicas mujeres indigenas salida de los frescos de Diego Rivera. Al acercarme le pregunté si podía tomar una foto suya. Ella me dio una mirada desafiante y luego me preguntó, de un modo cortante –muy poco usual entre las otras mujeres del pueblo–, que por qué quería yo tomar una foto de ella. Mi respuesta fue más bien vaga y timida, y aunque ella finalmente me dio su permiso, yo estaba tan nerviosa que tomé la última foto que le quedaba al rollo (la cual por cierto se echó a perder) y me alejé del sitio. (Es cierto tambíen que habría tenido muy poco que hacer con ella alli). Pienso que muchas de las contradicciones de mi trabajo con Esperanza quedaron reflejadas desde ese primer momento. Yo me lancé hacia ella creyéndola una cautivadora imagen de la mujer mexicana (o la feminidad mexicana), dispuesta de alguna manera a crear mi propio retrato exótico de ella; sin embargo, la imagen se volvio hacia mi y me respondió, cuestionando mi proyecto y desafiándome a llevarlo a cabo.

Regresar al índice - Continuar al Capítulo 1


PLEASE DO NOT CITE OR REPRODUCE
WITHOUT THE WRITTEN PERMISSION OF THE AUTHOR

Contact Ruth Behar at University of Michigan, Department of Anthropology, 1020 LSA, Ann Arbor, MI 48109 (Fax: 313 763-6077; Phone: 313 936-0365; email: rbehar@umich.edu)

Translated Woman: Crossing the Border with Esperanza's Historias was published in English by Beacon Press, 1993. This translation, based on the original tape recordings, was made in 1996 by David Frye and is copyright © 1997 by Ruth Behar.


This page was created by David Frye (email: dfrye@umich.edu).